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La exigibilidad de la responsabilidad patrimonial del Estado colombiano en el arbitraje de inversión

Por David Garzón Gómez
20 de diciembre de 2017

En Colombia los conflictos que se suscitan por los daños que causa el Estado a los particulares tradicionalmente se han ventilado en la jurisdicción contencioso administrativa. Así, a través de las vías procesales consagradas en la ley y los distintos regímenes de responsabilidad concebidos por la jurisprudencia, a las autoridades públicas les puede ser atribuible responsabilidad patrimonial por el incumplimiento de un contrato estatal, los perjuicios causados por un acto administrativo, o las actuaciones que inflijan un daño. En ese sentido, se puede afirmar que a partir del ordenamiento legal y la jurisprudencia nacional de los últimos 50 años se ha creado un sistema de responsabilidad del Estado con límites y contenidos definidos que, por supuesto, no está exento de críticas fundadas y cuya materialización está condicionada por las deficiencias propias de toda la institucionalidad colombiana.

Pues bien, con el ánimo de atraer la inversión extranjera y cumplir con el cometido de internacionalizar las relaciones comerciales, el Estado colombiano ha suscrito y ratificado diversos tratados internacionales que consagran la posibilidad de que inversionistas extranjeros formulen reclamaciones contra el país receptor de su inversión ante un panel compuesto por árbitros internacionales.

Este mecanismo tiene su origen, principalmente, en tratados bilaterales de inversión o tratados de libre comercio, pero en este sistema tiene especial relevancia la Convención de Washington preparada por el Banco Mundial y suscrita en 1965, a través de la cual se creó el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), que administra los arbitrajes iniciados contra los Estados miembros y prevé herramientas de reconocimiento y ejecución de laudos arbitrales. En la actualidad, según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y Desarrollo, 528 arbitrajes de inversión sustentados en tratados cuentan con laudos que decidieron las controversias, mientras que 278 están pendientes de resolverse, lo que evidencia que este es un campo incipiente donde aún hay espacio de desarrollo y maduración.

En Colombia, la Convención de Washington fue adoptada a través de la Ley 267 de 1996, la cual fue declarada exequible por la Corte Constitucional. Así mismo, el Congreso ha ratificado distintos tratados que prevén disposiciones de arbitraje de inversión cuya constitucionalidad ha sido también validada por el Tribunal Constitucional, previa constatación del respeto a garantías mínimas procesales.

Las implicaciones de introducir a nuestro ordenamiento la posibilidad de acudir al arbitraje de inversión son obvias. Decisiones sensibles de política pública relativas al medio ambiente, el comercio internacional o los mecanismos de participación ciudadana pueden verse restringidos por un tribunal integrado por árbitros extranjeros, lo que ha despertado críticas sobre la legitimidad de estos mecanismos aunque, por otro lado, se destacan los controles externos nacidos de estándares internacionales de justicia que se imponen a las autoridades públicas locales para garantizar la seguridad jurídica, lo que lleva a algunos autores a hablar del nacimiento de un derecho administrativo global.

Aunque existen otros muchos argumentos en favor y en contra, no es del caso entrar a debatir sobre la conveniencia de estos mecanismos de solución de controversias, sino simplemente se destaca que el ordenamiento hoy en día ofrece una interesante vía a los inversionistas extranjeros para formular reclamaciones patrimoniales, que no se encuentra sujeta a las limitaciones del derecho doméstico.

En el caso de Colombia, hasta épocas recientes no se había iniciado ningún procedimiento al amparo de estos tratados, pero desde 2016 se han puesto en marcha varias reclamaciones por motivo de medidas tomadas por las autoridades públicas contra proyectos mineros, proveedores de servicios públicos y empresas de telecomunicaciones. En todo caso, a la fecha no se ha proferido decisión alguna en la que se determine la responsabilidad del Estado.

Otra ha sido la historia de varios países latinoamericanos que se han visto involucrados en distintos procesos arbitrales como es el caso de Argentina (60), Venezuela (42) o Ecuador (23). En el caso de este último país, fue bastante notorio un laudo que en el 2012 condenó al Estado al pago de mil setecientos millones de dólares más intereses por declarar la caducidad de un contrato de participación celebrado entre Occidental Petroleum y Petroecuador para la exploración y explotación de hidrocarburos en la región amazónica. En criterio del tribunal, el Estado receptor de la inversión desconoció la normatividad ecuatoriana, impuso medidas equivalentes a expropiación, y no actuó de acuerdo al estándar de trato justo y equitativo. A finales de 2015, un panel ad hoc anuló parcialmente el laudo, disminuyendo parcialmente la condena, pero manteniendo la obligación de pagar alrededor de mil millones de dólares.

Como se observa en el caso citado, las decisiones que se profieren en estos arbitrajes son de la mayor relevancia no sólo por la cuantía que representan, sino por los condicionamientos que imponen al actuar de las autoridades públicas con los inversionistas extranjeros en temas sensibles como la explotación de recursos naturales, circunstancia que debería llamar la atención a los actores estatales colombianos.

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