Implementación del modelo de desarrollo extractivista en Colombia: cuestionamientos a partir de la crítica ambientalista
Desde el punto de vista lingüístico, el desarrollo es un concepto poli-sémico y problemático que todavía es motivo de disputa en el ámbito político y económico. Diferentes puntos de vista le han otorgado alcances diferentes, no solo frente a los elementos que lo componen, sino frente a las implicaciones que tiene la mera existencia del concepto. América Latina ha sido largamente permeada por los cambios en el pensamiento y la práctica del desarrollo, y señala que, “aunque esta vivencia siempre ha tenido como fuente importante y referente inevitable los procesos económicos, culturales y de producción de conocimiento de las metrópolis, el ‘desarrollo’ siempre se ha vivido y reinventado con sus propias inflexiones en nuestro Continente” (p. 25). Esta premisa pone de presente la forma dinámica en la que este concepto ha sido construido en la región.
Debido a lo anterior, la historia económica de Colombia no ha estado exenta de la inmersión en los debates acerca del desarrollo, y mucho menos de las diversas formas en las que se ha materializado. En efecto, Colombia ha sido el campo de implementación de múltiples modelos de desarrollo, entendidos hegemónicamente como las vías diseñadas para lograr el crecimiento del país y permitir el logro de circunstancias más favorables para la garantía de los derechos de la población. Sin embargo, el concepto mismo de desarrollo no es del todo pacífico en la doctrina que lo aborda frente a sus características esenciales ni frente a la legitimidad de su existencia en el discurso reciente de muchas naciones. Ello ha sido favorable para la incursión de múltiples modelos desarrollistas en el ámbito jurídico y socioeconómico del país, al vaivén de las realidades del territorio colombiano y aun al margen de las exigencias de su población.
Uno de los modelos de desarrollo que más impacto ha generado en el trans-curso de la historia política y socioeconómica de Colombia es el extractivismo, así llamado esencialmente por sentar sus bases en la extracción de recursos naturales como fuente fundamental para dar sustento al funcionamiento de una economía. Como se expondrá en el presente trabajo, los pilares sobre los que se sostiene este modelo de desarrollo no dejan de ser contradictorios con las críticas que múltiples movimientos y críticos han planteado frente a la utilización indiscriminada de dichos recursos, sin la imposición de barreras que logren prevenir los efectos adversos que sobre el territorio y la población tiene la implementación de este paradigma económico.
De manera paralela a la evolución del extractivismo ha surgido un modelo ambientalista, así llamado por sentar sus bases y exigencias en la defensa del ambiente en sus dimensiones biológica y cultural, y que ha logrado impregnar el ordenamiento jurídico con el fin de hacer frente a los peligros que implica la implementación de aquel modelo de crecimiento y financiación del país.
En un primer momento se realizará una caracterización del modelo de desarrollo extractivista, haciendo referencia a sus antecedentes históricos y ciertos aspectos preliminares que causan controversia en su implementación. A continuación, se expondrá de manera global la forma en la que este modelo ha sido implementado en Colombia, indicando los antecedentes económicos que fundamentan su aparición y los principales referentes normativos que han permitido su consolidación en el ordenamiento jurídico. Hechas estas precisiones sobre el modelo extractivista, se realizará la respectiva caracterización de la crítica ambientalista, particularmente en Colombia, y de los aspectos que cubre, así como la referencia a ciertos elementos normativos y jurisprudenciales que demuestran el impacto que esta perspectiva ha logrado tener, igualmente, en el ordenamiento jurídico. Tras lo anterior, se procederá a elaborar un análisis relativo a la forma en la que los paradigmas expuestos, extractivista y ambiental, entran en contradicción en el marco de los argumentos expuestos y de la normativa aplicable (legal y jurisprudencial), especialmente en cuanto al reciente reconocimiento de nuevos sujetos de derechos por parte de la honorable Corte Constitucional. Finalmente, se expondrán las conclusiones del presente trabajo a la luz de las consideraciones realizadas.
1. Caracterización del modelo de desarrollo extractivista
El extractivismo como modelo de desarrollo ha sido tema de diversas controversias. Muchos de los que defienden este modelo señalan que es una fuente de ingresos y de progreso para las economías de países en vía de desarrollo, mientras que para otros el extractivismo no genera más que efectos negativos (Cimoli, Dosi y Stiglitz, 2009).El extractivismo “es un modelo económico y político basado en la mercantilización y explotación desenfrenada de la naturaleza” (Fondo de Acción Urgente de América Latina, 2016). Vega Cantor (2014) lo define como “el conjunto de actividades económicas ―con sus correspondientes derivaciones militares, sociales, políticas, ideológicas y culturales― que posibilitan [sic] el flujo de materia, energía, biodiversidad y fuerza de trabajo desde un territorio determinado [...] hacia los centros dominantes en el capitalismo mundial” (p. 1).Al ser la base del sistema capitalista, este modelo ha promovido una división internacional del trabajo que asigna a unos países un papel de importadores de materias primas y a otros el de exportadores. Tal división resulta beneficiosa para el crecimiento económico del primer tipo de países, sin que se generen reparos frente a la sustentabilidad de los proyectos extractivistas, ni frente al deterioro ambiental generado en los países exportadores de materias primas.
Lo anterior resulta de todas formas preocupante, si se tiene en cuenta que cada vez se crean más formas de mercantilizar la naturaleza (Acosta, 2012).El extractivismo convencional, en especial el que tuvo lugar en las décadas de 1980 y 1990, bajo diversas reformas de mercantilización de la economía, se caracterizaba por el limitado papel del Estado y el protagonismo de las empresas mineras o petroleras, que contaban con una gran libertad en la circulación de capitales, presentándose una gran desregularización en materia laboral, ambiental y tributaria. En ese sentido, la concesión de licencias o títulos para la explotación de los recursos naturales era la tendencia por parte de los gobiernos de turno (Acosta, 2009).
Sin embargo, considerando las limitaciones de este extractivismo clásico o convencional, y bajo el argumento de que la intervención del Estado es fundamental para reducir las fallas del mercado, se configura la idea de un neoextractivismo. Este nuevo paradigma reproduce las bases del modelo inicial, con la diferencia de que la acción del Estado está plenamente justificada, en especial, la participación directa en la producción, la generación de una mayor presión fiscal y el desarrollo de instrumentos regulatorios, todo lo anterior con el objetivo de reducir los impactos negativos en materia ambiental y social (Portillo, 2014).En el neoextractivismo, el Estado tiene un rol mucho más activo, buscando garantizar que los beneficios de dicho modelo también se extiendan a su territorio, a través de mecanismos que buscan resarcir a quienes no se benefician, situación que el mercado no puede garantizar por sí mismo (Composto y Navarro, 2012).
A partir de la década de los noventa, se evidencia un extractivismo mucho más fuerte en América Latina. A pesar de que la explotación minera y petrolera en la región no es un fenómeno reciente, estas actividades han sido claves en las economías nacionales, sin dejar de lado las polémicas por sus impactos económicos, sociales y ambientales. No obstante, todos estos debates y la evidencia cada vez mayor sobre su limitada contribución al desarrollo nacional no han influido en la amplia presencia que tiene este modelo en las economías latinoamericanas. En efecto, las actividades de extracción de minerales y petróleo van en crecimiento, y los gobiernos todavía las conciben como motores de crecimiento, aun aquellos gobiernos denominados progresistas y de izquierda (Fondo de Acción Urgente de América Latina, 2016).Ante este panorama, el modelo de desarrollo extractivista ha generado una gran presión sobre los ecosistemas de la región, tales como la selva amazónica, los páramos, los glaciares y las lagunas altoandinas, entre muchos otros (Ocmal, 2014). Por lo tanto, analizar las dinámicas de este modelo y su contradicción con el ambientalismo resulta fundamental de cara a los retos ambientales que se presentan actualmente a nivel mundial.
2. Implementación del modelo de desarrollo extractivista en Colombia
La política neoliberal se implementó en Colombia desde la década de 1990 y se perfeccionó durante las primeras dos décadas del siglo XXI. Este modelo económico se impulsó debido a las exigencias de las instituciones financieras internacionales, por medio de los llamados acuerdos extendidos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y por los múltiples contratos celebrados con el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) (Giraldo, 2007; Estrada, 2005). Dentro de las consecuencias de dicha intervención, César Giraldo (2007) y Jairo Estrada (2005) resaltan:
• Fin del control de capitales por parte del Estado (Ley 9ª de 1991, Nuevo Estatuto Cambiario), con la consecuente pérdida del control sobre la tasa de cambio y la exposición de la economía a los flujos internacionales de capital.
• Políticas basadas en la seguridad jurídica para la inversión extranjera directa.
• Privatización de las empresas públicas, bajo la idea de una necesidad de invertir en infraestructura y gasto social.
• Aumento de los impuestos regresivos e indirectos como eje de la política fiscal.
• Ajuste fiscal basado en la reducción de los presupuestos asociados a los derechos económicos, sociales y culturales de los colombianos.
• Reducción del empleo público y las instituciones gubernamentales reguladoras, lo que generó la transferencia de este papel al mercado o al sector privado.
La Constitución Política de 1991 es reconocida por ser el punto de partida de una ola de privatizaciones y de apertura económica en el país, las cuales se han visto fortalecidas debido a la desaceleración de la economía colombiana. La apertura económica se dio en Colombia a través del Consenso de Washington, en 1989, el cual ha forjado una liberalización del mercado y una importante reducción de la intervención estatal (Libreros y Sarmiento, 2009). Una de las muestras más representativas de la apertura económica en el país la encontramos en la gran cantidad de tratados de libre comercio (TLC) que Colombia ha firmado con grandes potencias económicas, como Estados Unidos y Corea del Sur, así como en acuerdos de amplio alcance, como la Alianza del Pacífico (con Chile, México y Perú), que muestran los grandes saltos que intenta dar el Gobierno en materia de apertura a mercados internacionales.
En el marco de esta apertura económica, se han llevado a cabo diversas reformas regulatorias con el fin de favorecer la inversión extranjera en el sector minero-energético. Sañudo et al. (2016) destacan, dentro de las más relevantes:
• El Código de Minas (Ley 685 de 2001), que favorece la participación de empresas privadas en los procesos de exploración y explotación de minerales e hidrocarburos.
• La Ley 963 de 2005, a través de la que se instauran principios sobre la estabilidad para los inversionistas en Colombia, brindando beneficios como la ampliación de los contratos.
• La creación de la Agencia Nacional de Minería (Decreto 4134 de 2011), con el fin de estimular la participación del sector privado a través del desarrollo de políticas mineras. En ese sentido, la agencia tiene como función administrar los recursos minerales, fomentar el sector y “promocionar y otorgar títulos”.
• Los planes de desarrollo de los tres anteriores mandatos presidenciales (Estado Comunitario: Desarrollo para Todos ―2006-2010―, Prosperidad para Todos ―2010-2014― y Todos por un Nuevo País ―2014-2018―), los cuales establecieron lineamientos para para potenciar la productividad minera, mediante el impulso a la competitividad, el desarrollo de infraestructura y la inversión en sectores estratégicos.
Sin embargo, este enfoque extractivista no es casual: en la historia de Colombia, la minería ha sido una de las actividades que ha marcado sus relaciones comerciales internacionales. Desde el siglo XVIII se evidenciaba en las regiones de Cauca, Chocó y Antioquia un incipiente modelo minero exportador (Ocampo, 1984). No obstante, fueron las normas anteriormente descritas las que abrieron las puertas de nuestro país a la inversión extranjera, enfocando la actividad minera bajo un modelo de enclave exportador (Duarte, 2012), al punto de que tan solo entre 2002 y 2009, más de la mitad de los 50000 millones de dólares en inversión extranjera directa (IED) llegó al sector minero y petrolero de Colombia- tan relevante es para Colombia la actividad extractiva, que sin ser una potencia en este sector, exclusivamente el petróleo ha llegado a generar el 21% de los ingresos corrientes de nuestro país, aproximadamente 13000 millones USD anuales (DANE, 2015). Por ello durante las dos primeras décadas de este siglo nuestra economía se convirtió en un sistema dependiente del petróleo, que junto con la minería alcanzó a generar entre los años 2003 y 2014 la cuarta parte de los ingresos del país (Trujillo et al., 2018).
De manera reciente, encontramos que en ese mismo sentido el Plan de Desarrollo Pacto por Colombia ―2018-2022― incorpora el Pacto por los Recursos Minero-Energéticos para el Crecimiento Sostenible y la Expansión de Oportunidades. Allí se afirma que los recursos no renovables en Colombia generan la oportunidad irrepetible de financiar el desarrollo nacional y regional, al tiempo que se promete que
Para ello, se dinamizará el sector minero - energético, con la creación de las condiciones que potencien la producción actual de recursos e impulsen el aumento de la exploración, con rigurosos estándares técnicos, ambientales y sociales, con el fin de lograr mayores niveles de producción y beneficios (rentas, empleos, inversiones), sobre la base de una actividad responsable ambientalmente, incluyente, competitiva y generadora de recursos, que apoyen la transformación de necesidades en iniciativas de crecimiento económico y mejoramiento de las condiciones de vida de los habitantes a escalas local y nacional. (DNP, 2019, p. 698)
En ese sentido, el PND plantea un escenario bastante optimista en materia de precios de los hidrocarburos, proyectando el precio del petróleo WTI de 70 a 75 USD por barril para el periodo 2019-2022, situación que no solo demuestra la dependencia de nuestra economía del modelo extractivista, sino también un alto riesgo para el futuro de nuestro país. Sin embargo, los riesgos que genera el modelo extractivista no se quedan allí: como expondremos a continuación, todas estas políticas se contradicen claramente con el ambientalismo que debería imperar en nuestro país.
3. Caracterización de la crítica ambientalista
Como reacción a los anteriores escenarios, el mundo en general y Colombia en particular han observado el surgimiento de nuevos movimientos sociales que fundamentan su existencia en el cuestionamiento de los fundamentos del descrito modelo de desarrollo extractivista. Como lo señala Tobasura (2007), la razón de ser del ambientalismo colombiano es “la búsqueda de opciones de gestión y manejo racional y alternativo de los recursos naturales, sociales y culturales en función de procesos y decisiones surgidos en un marco de democracia y participación creciente de la sociedad civil” (p. 47). La preocupación de los miembros de estos colectivos surge precisamente por la forma en la que la implementación del extractivismo ha comprometido de manera directa el entorno inmediato del ser humano, y de manera indirecta su propia subsistencia a futuro.
Para Mesa (2013), “en este modelo de desarrollo (o mejor, de mal desarrollo), las decisiones privadas de producción motivadas por el mercado se han enfrentado al interés social por la calidad ambiental, sin que hasta ahora se haya visto una real ‘conciencia’ a favor de actuar responsablemente y con límites” (p. 230). Según el mismo autor, estas corrientes ponen en el centro del debate aspectos ligados a la racionalidad económica y tecnológica, así como a las graves repercusiones del modelo de crecimiento tecno industrial. De esta forma, se critica desde diferentes puntos de vista la forma en la que se hace uso de los diferentes elementos que componen el ambiente para uso del hombre, sin dar importancia al impacto mayor o menor que las actividades extractivas puedan tener en sus ámbitos biológico y cultural.
Como lo señala Mastrangelo (2009), “el surgimiento de los ‘problemas ecológicos’, el ‘manejo de recursos naturales’ y los ‘impactos ambientales’ son ejemplos de campos de estudio emergentes en un contexto social que ha puesto el foco en las relaciones cultura-ambiente” (p. 342). Dichos debates no han estado ausentes en Colombia, y han ganado gran relevancia, especialmente a partir de la década de los sesenta (Tobasura, 2007), y con un auge todavía mayor en las últimas dos décadas, a causa de la creciente implementación de medidas de apertura económica ―fundamentadas en la llegada de la doctrina neoliberal al sistema político y económico del país―, que han permitido la adecuación de una mayor cantidad de proyectos tecnológicos e industriales que comprometen directamente el entorno ambiental sobre el que se realizan. Esto corresponde al ámbito biológico de la discusión, según la división propuesta por Mesa (2013).
En relación con su ámbito cultural, manifestado en los referidos movimientos ambientalistas, parece ser claro que las reivindicaciones en favor del ambiente han provenido de múltiples sectores de la sociedad en Colombia y en el mundo. Se trata de diversas cosmovisiones que han logrado enriquecer el debate frente a la intervención del ambiente como aspecto fundamental de la existencia del ser humano. Como lo pone de presente Ulloa (2001), por ejemplo, los movimientos indígenas en Colombia han desempeñado un papel fundamental en defensa del ambiente en Colombia, y han demostrado la posibilidad de trascender la discusión sobre sus elementos más allá del aspecto objetivo de los recursos naturales, para ubicarla en el seno de las identidades de estos grupos humanos. Adicionalmente, al decir de la autora, el individuo perteneciente a estas poblaciones ha dejado de ser percibido como un mero sujeto colonial salvaje, para devenir actor político-ecológico, especialmente a partir de su reconocimiento dentro de importantes instrumentos, como la Constitución Política de 1991.Los instrumentos jurídicos, por supuesto, no han estado ausentes dentro del debate ambientalista en Colombia. La más relevante de estas fuentes, sin duda, ha sido la promulgación de la Constitución Política de 1991, que combina importantes aspectos referidos a la diversidad natural (ecosistemas) y cultural (culturas) existente en Colombia, así como la consagración del deber en cabeza del Estado de protegerla y velar por su resguardo y defensa (artículos 7º y 8º).
De igual forma, la Carta consagra la salud y el saneamiento ambiental como servicios públicos que están a cargo del Estado (artículo 49), y resalta la función ambiental que se le debe asignar a la propiedad, como límite ecosistémico y social a su ejercicio (artículo 58).Las exigencias de los movimientos ambientalistas igualmente se concretaron en la Constitución mediante la consagración de derechos y deberes particulares en cabeza del Estado y de los asociados. Así, el artículo 79 de la Carta establece el derecho a un ambiente sano como el principal derecho ambiental del que gozan (de iure) los colombianos, y el deber correlativo del Estado de “proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines”. Tales deberes se ven complementados a renglón seguido en el artículo 80, que impone al Estado la tarea de planificar el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución, así como la de prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados.
Las citadas disposiciones, que contienen los principales mandatos constitucionales en materia ambiental, se ven igualmente suplementadas por el derecho de participación de las comunidades en este tipo de asuntos (artículos 40 y 79), por ciertas prohibiciones concretas en materia de armas químicas, residuos nucleares y recursos genéticos (art. 81), y por la regulación fundamental del espacio público como derecho colectivo (artículo 81). Todo lo anterior ha permitido caracterizar este instrumento como una Constitución ambiental o ecológica, dado el amplio plexo de disposiciones y mecanismos relativos a la protección y defensa del ambiente en Colombia.
Uno de los mencionados mecanismos que ha de resaltarse es el de la acción de tutela. Gracias a ella, la ciudadanía y los movimientos ambientales han logrado concretar sus exigencias y conducirlas mediante los instrumentos jurídicos proporcionados por el ordenamiento, con la finalidad de lograr la protección de los derechos fundamentales de la población e, incluso, del ambiente objetivamente considerado. La Corte Constitucional, como máxima autoridad interpretativa de la Carta y de defensa de los derechos allí consagrados, ha dado paso al reconocimiento de otros sujetos de derechos protegibles por medio del referido mecanismo, diferentes del individuo humano estrictamente considerado. Una de las decisiones por medio de las que se han establecido tales reconocimientos es la Sentencia T-622 de 2016, con ponencia del magistrado Jorge Iván Palacio Palacio.
En esta providencia, la Corte Constitucional estudió una acción de tutela instaurada por los representantes de las comunidades que habitan en el río Atrato (departamento del Chocó), sus cuencas, ciénagas, humedales y afluentes, con el objeto de detener el uso intensivo y a gran escala de diversos métodos de extracción minera y de explotación forestal ilegales en ese territorio (actividades ordinariamente vinculadas al modelo de desarrollo extractivista). Al decir de los accionantes, el empleo de maquinaria pesada, como dragas y retroexcavadoras, y sustancias altamente tóxicas, como el mercurio, estaba “teniendo consecuencias nocivas e irreversibles en el medio ambiente, afectando con ello los derechos fundamentales de las comunidades étnicas y el equilibrio natural de los territorios que habitan”. A partir del estudio del caso, la Corte se propone determinar si, debido a la realización de actividades de minería ilegal en la cuenca del río Atrato, sus afluentes y territorios aledaños, y a la omisión de las autoridades estatales demandadas, se presenta una vulneración de los derechos fundamentales a la vida, a la salud, al agua, a la seguridad alimentaria, al medio ambiente sano, a la cultura y al territorio de las comunidades étnicas accionantes.
Tras realizar ciertas consideraciones frente al modelo de Estado social de derecho implementado por la Constitución Política de 1991, la Corte se refiere a la relevancia constitucional de la protección de los ríos, los bosques, las fuentes de alimento, el medio ambiente y la biodiversidad. En concordancia con lo arriba señalado, la Sala parte de la premisa de que “la defensa del medio ambiente no solo constituye un objetivo primordial dentro de la estructura de nuestro Estado social de derecho sino que integra, de forma esencial, el espíritu que informa a toda la Constitución Política”, lo que reafirma el carácter de Constitución ambiental y ecológica de este instrumento jurídico. De igual forma, la Corte resalta la relación de profunda unidad entre la naturaleza y la especie humana, que justifica la necesidad de proteger el ambiente y la biodiversidad, con el fin de que continúen desplegando su potencial evolutivo de manera estable e indefinida.
De esta forma, la Corte logra poner en el centro de la discusión la especial protección de los ríos, los bosques, las fuentes de alimento, el medio ambiente y la biodiversidad, en conexión necesaria con el derecho fundamental al agua, la protección de la naturaleza y la seguridad alimentaria. Tras analizar el acervo probatorio presentado, la Sala concluye que, efectivamente, las autoridades estatales demandadas son responsables de la vulneración de los referidos derechos fundamentales por su conducta omisiva, al no realizar acciones efectivas para detener el desarrollo de actividades mineras ilegales, que han generado la configuración de la grave crisis humanitaria y ambiental en la cuenca del río Atrato, sus afluentes y territorios aledaños. El punto de mayor interés de esta providencia, sin embargo, es el reconocimiento ―por parte de la Corte― del río Atrato, su cuenca y afluentes como una entidad sujeto de derechos a la
En esta providencia, la Corte Constitucional estudió una acción de tutela instaurada por los representantes de las comunidades que habitan en el río Atrato (departamento del Chocó), sus cuencas, ciénagas, humedales y afluentes, con el objeto de detener el uso intensivo y a gran escala de diversos métodos de extracción minera y de explotación forestal ilegales en ese territorio (actividades ordinariamente vinculadas al modelo de desarrollo extractivista). Al decir de los accionantes, el empleo de maquinaria pesada, como dragas y retroexcavadoras, y sustancias altamente tóxicas, como el mercurio, estaba “teniendo consecuencias nocivas e irreversibles en el medio ambiente, afectando con ello los derechos fundamentales de las comunidades étnicas y el equilibrio natural de los territorios que habitan”. A partir del estudio del caso, la Corte se propone determinar si, debido a la realización de actividades de minería ilegal en la cuenca del río Atrato, sus afluentes y territorios aledaños, y a la omisión de las autoridades estatales demandadas, se presenta una vulneración de los derechos fundamentales a la vida, a la salud, al agua, a la seguridad alimentaria, al medio ambiente sano, a la cultura y al territorio de las comunidades étnicas accionantes.
Tras realizar ciertas consideraciones frente al modelo de Estado social de derecho implementado por la Constitución Política de 1991, la Corte se refiere a la relevancia constitucional de la protección de los ríos, los bosques, las fuentes de alimento, el medio ambiente y la biodiversidad. En concordancia con lo arriba señalado, la Sala parte de la premisa de que “la defensa del medio ambiente no solo constituye un objetivo primordial dentro de la estructura de nuestro Estado social de derecho sino que integra, de forma esencial, el espíritu que informa a toda la Constitución Política”, lo que reafirma el carácter de Constitución ambiental y ecológica de este instrumento jurídico. De igual forma, la Corte resalta la relación de profunda unidad entre la naturaleza y la especie humana, que justifica la necesidad de proteger el ambiente y la biodiversidad, con el fin de que continúen desplegando su potencial evolutivo de manera estable e indefinida.
De esta forma, la Corte logra poner en el centro de la discusión la especial protección de los ríos, los bosques, las fuentes de alimento, el medio ambiente y la biodiversidad, en conexión necesaria con el derecho fundamental al agua, la protección de la naturaleza y la seguridad alimentaria. Tras analizar el acervo probatorio presentado, la Sala concluye que, efectivamente, las autoridades estatales demandadas son responsables de la vulneración de los referidos derechos fundamentales por su conducta omisiva, al no realizar acciones efectivas para detener el desarrollo de actividades mineras ilegales, que han generado la configuración de la grave crisis humanitaria y ambiental en la cuenca del río Atrato, sus afluentes y territorios aledaños. El punto de mayor interés de esta providencia, sin embargo, es el reconocimiento ―por parte de la Corte― del río Atrato, su cuenca y afluentes como una entidad sujeto de derechos a la protección, conservación, mantenimiento y restauración, a cargo del Estado y las comunidades étnicas.
Como lo sintetiza el informe elaborado por el Centro de Estudios para la Justicia Social Tierra Digna (2016), la conclusión a la que llegó la Corte en esta ocasión es de relevancia no menor, toda vez que permite sostener que “el río es una entidad viviente, que sostiene otras formas de vida y culturas”, y que no es solo un objeto de apropiación por parte del ser humano, sino que es un sujeto de especial protección en los términos citados. De igual forma, pone de presente la necesaria relación que debe existir entre los ámbitos biológico y cultural del ambiente a la que ya se ha hecho referencia, debido a que, “para reparar los daños, se requiere garantizar los derechos de las comunidades, recuperar el río y el territorio”. Este punto se refleja igualmente en los efectos inter communis que la Corte le otorgó a su decisión, que implica que toda persona que se halle presente en el territorio objeto de protección, y que no haya fungido como actora en el proceso ante la Corte, igualmente será beneficiaria de las medidas dispuestas en la parte resolutiva de la sentencia reseñada.
A partir de la anterior tesis que la Corte Constitucional esgrimió en 2016, la Corte Suprema de Justicia sigue sus mismos pasos al otorgarle igual estatus de sujeto de derechos al Amazonas. Esta vez, con ponencia del magistrado Luis Armando Tolosa Villabona, la Corte analiza la acción de tutela interpuesta por un grupo de 25 niños, niñas, adolescentes y jóvenes adultos, con una esperanza de vida en promedio de 78 años, y cuya vida adulta se desarrollará entre los años 2041 y 2070, en donde se estima que, a raíz del cambio climático, la temperatura aumentará entre 1,6 ºC y 2,14 ºC, y quienes viven en urbanizaciones que hacen parte de la lista de ciudades con mayor riesgo por cuenta del cambio climático. La tutela va dirigida contra las autoridades administrativas, desde el nivel central hasta los niveles regionales ―y se resalta a la Presidencia de la República y las gobernaciones de los departamentos de Amazonas, Caquetá, Guainía, Guaviare, Putumayo y Vaupés―. Los accionantes alegan que existe una deforestación causada por el acaparamiento de tierras, los cultivos de uso ilícito, la extracción ilícita de yacimientos minerales y la construcción de infraestructura, y que el Gobierno no ha realizado las acciones tendientes a cumplir con sus obligaciones adquiridas a nivel internacional para reducir la deforestación y la emisión de gases invernaderos, dispuestas en el Acuerdo de París y la Ley 1753 de 2015.La Corte Suprema analiza cómo dentro del ordenamiento jurídico de Colombia se ha instaurado un especial interés por la protección del ambiente. Es así que, como se mencionó anteriormente, desde una perspectiva verde, se ha catalogado a la Carta Política como una Constitución ecológica, elevando el ambiente a la categoría de derecho fundamental a partir de los citados artículos 79 y 89 superiores. Lo mismo es predicable de la jurisprudencia, en la que el camino argumentativo ha estado encauzado hacia la defensa del medio ambiente como un objetivo dentro de la estructura del Estado social de derecho.
Según la providencia, existe un nexo causal entre el cambio climático generado por la reducción progresiva de la cobertura forestal, frente a los supuestos efectos negativos en la salud de las personas que residen en el territorio colombiano, y, a su vez, se menoscaban directamente los derechos a la vida digna, al agua y a la alimentación de los tutelantes. Dentro del acervo probatorio que hacen llegar los tutelantes, se evidencia el aumento en la deforestación en un 44% entre los años 2015 y 2016, y que en su decir genera:
[...]directamente la deforestación de la Amazonía, provocando a corto, mediano y largo plazo, un perjuicio inminente y grave para los niños, adolescentes y adultos que acuden a esta acción, y en general, a todos los habitantes del territorio nacional, tanto para las generaciones presentes como las futuras, pues desboca incontroladamente la emisión de dióxido de carbono (CO2) hacia la atmósfera, produciendo el efecto invernadero, el cual transforma y fragmenta ecosistemas, alterando el recurso hídrico y con ello, el abastecimiento de agua de los centros poblados y degradación del suelo.
Para la Corte, lo anteriormente citado se contrasta con los principios jurídicos ambientales, a saber: 1) precaución, 2) equidad intergeneracional y 3) solidaridad. Es importante en este punto rescatar lo dicho frente a este último principio, pues corresponde al deber y corresponsabilidad del Estado colombiano de detener las causas que provocan la emisión de gases de efecto invernadero, agravada por la abrupta reducción boscosa de la Amazonía. Lo anterior permite demostrar la existencia de una propensión, dentro del Estado colombiano, a reconocer un modelo de desarrollo ambientalista, que tenga en cuenta las críticas formuladas por este movimiento y que se aparte de las soluciones económicas y de crecimiento que impliquen la extracción y afectación desmesurada de recursos naturales y de los elementos que componen el ambiente. De los principios esbozados por la Corte Suprema de Justicia, es menester ahondar en los dos primeros. Frente al principio de precaución, Mesa (2010) sostiene que, cuando una autoridad ambiental pretenda tomar alguna decisión orientada a evitar un peligro de daño grave, sin contar con certeza científica, debe hacerlo apegada al ordenamiento jurídico en tema ambiental, sin lugar a ningún tipo de arbitrariedad, en observancia de los siguientes elementos:
a. Existencia de peligro de daño.
b. Gravedad e irreversibilidad en el peligro de daño.
c. Existencia de un principio de certeza científica, así no sea absoluta.
d. La decisión que la autoridad adopte esté encaminada a impedir la degradación ambiental.
e. El acto que adopte la decisión debe ser motivado. (pp. 48-49)
La equidad intergeneracional, en un primer acercamiento, hace parte del principio de sostenibilidad, que reconoce el derecho al desarrollo, realizado de una forma que responda equitativamente a las necesidades del desarrollo y ambientales de las presentes y futuras generaciones. Igualmente, para Norgaard (1978, citado en Mesa, 2010), consiste en el proceso de transferir recursos suficientes a la generación siguiente, de manera que las próximas generaciones gocen de la misma prosperidad que hoy en día. El mismo mandato puede ser entendido igualmente como principio de los derechos ínter y transgeneracionales, pues se hace referencia a la existencia de los derechos de futuras generaciones, a la par del deber presente de evitar realizar acciones que puedan perjudicar o simplemente poner en peligro la existencia de estos derechos (Brown, 1999, citado en Mesa, 2010).
A pesar de que la Corte Suprema de Justicia recurre a los principios para nutrir de sentido y una orientación verde a su decisión, parece olvidar traer a colación un principio de suma importancia para la discusión suscitada: el de globalidad e interdependencia. Este mandato hace referencia a que los problemas ambientales tienen un carácter global y que las acciones humanas están interconectadas (Mesa, 2010), lo que implica que no existen límites cuando de temas ambientales se trata, y que no hay frontera ambiental ni geopolítica que detenga alguna afectación ambiental que se genere en algún lugar.
Para concluir el tema de los principios, es menester resaltar que las decisiones tanto de la Corte Constitucional como de la Corte Suprema de Justicia, en las que otorgan el estatus de sujeto de derechos al río Atrato y al Amazonas, respectiva-mente, son la manifestación del llamado principio de transpersonalización de las normas jurídicas, que permite determinar que el ambiente o sus elementos, los ecosistemas o la propia biosfera sean sujetos del derecho ambiental (Mesa, 2010). De esta forma, se plantea, en el escenario político, legislativo, doctrinal y jurisprudencial, una nueva visión para comprender el ambiente desde una nueva óptica más preocupada por su conservación.
4. Extractivismo y ambientalismo en Colombia: contradicciones y puntos de discusión
Una de las pugnas más importantes entre el modelo extractivista y una perspectiva ambiental radica precisamente en la afectación al ambiente por parte del ser humano. Sin embargo, una mirada prima facie a este concepto nos haría caer en el error de observar solamente su componente biofísico. Para evitar este yerro, se deben tener en cuenta las interacciones desde lo biótico hasta lo cultural, tal y como lo desarrolla Ortega (2018): “[...] el ambiente se conceptualiza como un bien común o patrimonio común, en donde se encuentra la interacción inmediata y directa entre los elementos biofísicos y antrópicos (lo humano)” (p. 170).
Por su parte, la dimensión antrópica se refiere a las “instituciones sociales y jurídicas que son creadas para su regulación, como las normas, los sistemas de mercado, los dispositivos y formas sociales y culturales de las comunidades, y los regímenes de propiedad” (Ostrom et al., 1999; Ortega et al., 2011, citado en Ortega, 2018, p. 170).De igual forma, se debe tener en cuenta el concepto de justicia ambiental en un sentido amplio, tal como lo sostienen Ortega y Serrano (2018), en cuya definición se incluyen todos los elementos de una dimensión ecológica y otra social. Así, tal comprensión abarca elementos tales como los éticos ―para el reconocimiento de los derechos de las futuras generaciones y las otras especies―, los límites al crecimiento económico, la redistribución justa de los bienes y las cargas ambientales, y los límites del sistema económico en la distribución de los recursos.
Por lo anterior, teniendo en cuenta que hablar de ambiente también implica una dimensión antrópica, es menester hablar del bienestar de lo social, y en gran parte de la superación de la pobreza, la cual constituye un requisito indispensable para el desarrollo sostenible. El artículo 3º de la Ley 99 de 1993 señala que el desarrollo sostenible “conduce al crecimiento económico, a la elevación de la calidad de vida y al bienestar social pero sin agotar la base de recursos en que se sustenta ni deteriorar el ambiente o ir contra los derechos de las futuras generaciones a usarlo para satisfacer sus propias necesidades” (Mesa, 2010, p. 51). Sin embargo, sostener esta conceptualización tiene sus dificultades al momento de concretar, pues se parte esencialmente de la concepción del crecimiento económico, que implica un aumento en la producción y, en consecuencia, en la explotación de recursos naturales, los cuales no son ilimitados. Forjar un crecimiento hasta algo con un límite llevaría indudablemente a un punto de quiebre, al mejor estilo de una tragedia malthusiana.
Conciliar el ambiente con un modelo extractivista no es tarea fácil, sobre todo en la dimensión antrópica, cuando la cultura se resiste a ver afectado su ecosistema por proyectos minero-energéticos. Por lo anterior, Díaz (2019), a partir de un estudio estadístico de Martha García (2017, citado en Díaz, 2019), sostiene que el pico más alto de protestas fue al mismo tiempo el pico más alto de inversión extranjera directa, lo que lo lleva a concluir “la casi nula relación entre los recursos generados por el sector extractivo y la percepción de las comunidades de que eventualmente mejoren sus condiciones [...]” (p. 2).
Ahondando en el Plan Nacional de Desarrollo del Gobierno Duque, al que se hizo referencia en un apartado anterior, los objetivos de desarrollo sostenible (ODS), con los que existe una relación, en especial, con la energía, son: 1) fin de la pobreza, 2) hambre cero, 7) Energía asequible y no contaminante, 10) Reducción de las desigualdades, 11) Ciudades y comunidades sostenibles, 12) Producción y consumo responsables, 13) Acción por el clima, y 14) Vida de ecosistemas terrestres. Para Montenegro (2019), estos ODS reciben la influencia de instituciones internacionales como el BID, el FMI y el Banco Mundial ―los cuales tienen intereses extractivistas a gran escala en el país―, y de una lógica mercantilista, corporativa y empresarial contraria al Estado social de derecho:
[...] existe una visión en la que predomina el capitalismo verde, el emprendimiento, innovación y productividad con una visión neoliberal y monetarizadora de los bienes comunitarios ―mal llamados recursos naturales―, que, aunque se utilicen las palabras “no renovables”, no se ve interiorizado el concepto de su finitud, se sigue planeando erróneamente sobre la hipótesis de infinitud del agua, energía, petróleo, minerales, gas natural. (p. 2)
A pesar de que se busque usar un lenguaje que vaya en consonancia con las tendencias ambientales, la filosofía detrás de este panorama se mantiene con una marcada visión neoliberal, la cual deja los discursos verdes en una mera eficacia simbólica. Para Montenegro (2019), los ODS fallan cuando su plantea-miento se hace en términos globales y no regionales, lo que implica que no se atienda a las características propias de cada cultura y que se alejan de distintas realidades exteriores. Además, siguiendo al mismo autor, conceptos como el de sostenibilidad y el de capital natural se han fundamentado desde un paradigma antropocéntrico. De esta forma, las tendencias que la rama judicial trata de reivindicar, rescatando el valor fundamental del ambiente y de la Constitución ecológica, se ven disueltas cuando la filosofía del Plan Nacional de Desarrollo se sigue basando en un desarrollo económico que tiene como base al humano como centro.
El desarrollo económico sostenible, siguiendo el hilo argumentativo de Montenegro (2019), ha servido para justificar y legitimar el extractivismo, condenando al país a su dependencia y a que se siga subordinado toda la política ambiental a las lógicas del mercado, dejando a un lado los principios ambientales antes reseñados, que deben nutrir las actuaciones en torno al ambiente. No se pretende en estas líneas criticar el modelo político del país, su forma de gobierno o la estructura estatal, pues otros países americanos con gobiernos progresistas han padecido con el extractivismo en similares términos. Según Gudynas (2009), “un hecho notable es que a pesar de todos esos debates, y de la creciente evidencia de su limitada contribución a un genuino desarrollo nacional, el extractivismo goza de buena salud” (p. 187). Entre las tesis que expone este autor sobre el extractivismo en países con gobiernos progresistas, establece que este modelo de desarrollo se mantiene y ha acentuado los impactos sociales y ambientales, y, sin importar esto, se valoran de manera positiva las exportaciones de materias primas. Bajo el tipo de gobierno que sea, el extractivismo está desempeñando un papel importante a nivel global. En Colombia, la explotación de materias primas se ha vuelto el motor de la economía, a la par que se propende a un cuidado especial del ambiente que en la realidad se muestra únicamente como una bandera simbólica.
Conclusiones
El anterior estudio nos permite extraer una serie de conclusiones relativas a cada uno de los aspectos analizados en punto al modelo extractivista, la respuesta de la teoría ambientalista y la contradicción que implica la coexistencia de ambos modelos en el ordenamiento jurídico colombiano.
El extractivismo, como una clara manifestación del sistema capitalista, y basado en la mercantilización de la naturaleza, ha sido implementado de manera tajante en nuestro sistema jurídico desde la década de 1990. Este modelo ha sido impulsado incluso por nuestra norma constitucional, y ha permeado la actividad económica de nuestro país de forma importante, trayendo consigo incluso consecuencias políticas y sociales. El modelo extractivista ha pretendido ser el motor de desarrollo de nuestro país, tal y como podemos evidenciarlo en los planes de desarrollo de los últimos gobiernos, en los que la actividad minero-energética es considerada sinónimo de crecimiento económico.
Por su parte, las críticas al modelo de desarrollo extractivista no se han hecho esperar. Progresivamente, el modelo ambientalista ha permeado las bases del sistema jurídico colombiano, a partir de una concepción integral de los derechos fundamentales y de la fórmula política del Estado social de derecho. Ello se ha visto reflejado en los ámbitos político, legislativo, reglamentario y jurisprudencial, en los que los principios de protección del ambiente y varias medidas concretas para su salvaguarda han tomado gran peso y han incidido enormemente en el juego de la economía colombiana. Lo anterior permite concluir que Colombia no ha permitido que se dé paso a un modelo extractivista desenfrenado, sino que se han impuesto barreras a su utilización con base en la teoría crítica ambientalista.
A partir de lo anterior, es dable afirmar que existe una clara tensión entre los dos modelos reseñados: el extractivista y el ambientalista. Además, ambos se encuentran reflejados en nuestro sistema jurídico, inclusive desde el rango constitucional. Sin embargo, a la hora de analizar la materialidad, se evidencia, especialmente desde la década de los noventa, una amplia rama de instrumentos y políticas encaminados a implementar el modelo extractivista en nuestro país, dando primacía a las actividades consideradas como la mayor fuente de ingresos para su economía.
Mientras la rama ejecutiva hace sus proyecciones de gobierno con base en el impulso que otorga la extracción de minerales, las ramas legislativa y judicial buscan la protección del ambiente a partir de criterios de justicia intergeneracional, solidaridad y vida digna. Dos posturas contrarias: una busca el desarrollo actual a partir del crecimiento económico que genera el incremento en el ingreso por cuenta de una industria que genera un gran beneficio con una inversión proporcionalmente baja, y otra que comporta una visión a largo plazo en la cual se tiene en cuenta el principio básico de la economía: los recursos son escasos, por lo cual se plantea su conservación para permitir que futuras generaciones gocen del mismo nivel de vida que hoy se tiene.
Adicionalmente, no se trata de ver el ambiente solamente desde una visión reduccionista, donde el elemento biótico es el único que se tenga en cuenta, sino que debe ser observado en conjunto con su parte antrópica, pues el ser humano, con su cultura, hace parte del ambiente, manteniendo una interacción constante con este. El desarrollo no puede mantenerse al margen del ambiente, como tampoco se debe proteger el ambiente de forma fragmentada, puesto que también se debe propender al bienestar de las actuales y futuras generaciones, lo que implica la eliminación de la pobreza y la erradicación del hambre.
Sirva el anterior estudio para seguir cuestionando la forma en la que Colombia ha sentado sus bases económicas en las últimas décadas. El manejo del presupuesto colombiano no puede seguir dependiendo de la extracción de recursos que, por definición, son escasos y no garantizan la satisfacción de las necesidades de la población de manera indefinida. Tampoco puede esta situación seguir repercutiendo en el goce efectivo e inmediato de los derechos fundamentales de quienes se ven afectados por las actividades promovidas por este paradigma, pues tal estado de cosas es abiertamente contrario a las finalidades que debe perseguir un Estado social de derecho como Colombia.
Un modelo extractivista que busque exclusivamente generar ingresos con la explotación y exportación de minerales está condenado a acentuar los conflictos ambientales, pues los beneficios no se van a ver reflejados inmediatamente en las regiones: solo quedarán los daños en los ecosistemas y las inequidades redistributivas en las comunidades. Así, los beneficios de la explotación indiscriminada no compensan los daños causados.
Es menester, por ende, cambiar la visión sobre la explotación de recursos minero-energéticos. A manera de conciliación entre los dos paradigmas, se debe concluir que la industria extractiva es necesaria, pero que ella debe responder a criterios de justicia social, con los que la distribución de derechos y ganancias entre las comunidades sea equitativa y compense los daños bióticos generados. La explotación desmesurada debe superarse: el Ejecutivo no puede aspirar simplemente a recibir regalías; debe apropiarse del concepto de soberanía sobre sus recursos, y así darles un mejor uso a las utilidades que de ella se pueden aprovechar.
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